Por Jean Catreypan.
De niño acompañe a mis padres y abuelos al Mercado Municipal de San
Bernardo. Antes de los grandes y de los pequeños supermercados, antes de las
distribuidoras de abarrotes, mucho antes de galerías o persas, y a años luz de
los malls, este era el centro comercial y social popular de la ciudad.
Sanbernardinos y gente de las comunidades rurales, visitaba el mercado para
surtirse de hierbas, verduras o conservas en El Baratillo (llamado
supermercado, pero que era más parecido a un puesto de abarrotes), o a mi lugar
favorito: el puesto de cambio de revistas, ubicado en una de las salidas a
calle Bulnes. Allí podíamos sumergirnos en el mundo del Pato Donald, Tio Rico,
Kaliman, Sandokan, Bugs Bunny, Tarzán mientras mi madre escogía números de
Paula, Vanidades, Rosita, etc.
En el galpón interior, la luz se filtraba desde los altos ventanales hacia
los claveles y rosas, o entre las hortalizas o frutas de estación. En el patio, varias marisquerías, nos acercaban a las delicias de la costa. Sobre esta
estructura de concreto se apoyaban algunos músicos de rancheras o boleros, o
algún pelusita o borrachito que hacía sonar un cacho o una peineta.
Alrededor se ordenaban las carnicerías, con sus cortinas de tiras de
colores y sus llamativos letreros y pizarras, que anunciaban las ofertas del día en subproductos. En una época en
que la carne era un lujo, estos cortes, más económicos y muy arraigados en la
dieta popular, eran de consumo frecuente.
Mis tíos tenían una de esas carnicerías especializadas en subproductos,
tras esa actividad estaba el enorme conocimiento del mundo de los matarifes,
cargadores y carniceros del barrio Franklin, pero que también tuvo un pasado en
San Bernardo, en la antigua recova de calles Eyzaguirre y Covadonga y en el
matadero ubicado a principios del siglo XX, en lo que hoy es la esquina de
América y Colón.
En los hogares sanbernardinos era común el consumo de chunchules, patas,
mollejas, orejas, etc. Durante la crisis
económica de los 80 estos subproductos se convirtieron en suplementos proteicos
de muchas familias.
Trabajadores ferroviarios, industriales y campesinos acostumbraban a realizar cocimientos de subproductos o parrillas con longanizas y prietas producidas en el mismo mercado, que se acompañaban de un buen chuico de tinto traido de los cercanos valles del Maipo.
Nunca pude olvidar cuando explorando en la carnicería oí un extraño zumbido
y por curiosidad de niño de 6 años abrí una puesta trasera y vi una imagen
chocante e inolvidable. Uno de mis tíos vestía una pechera blanca empapada en
sangre con una sierra eléctrica en su mano, mientras en el piso la cabeza
cercenada de una vaca me miraba con ojos fijos. Mi tío al ver mi rostro de
espanto, gritó ¡salga de aquí mijo! cierre la puerta! y llamo inmediatamente a mis
padres.
Pese a esa experiencia, los subproductos que han quedado en mi de ese mercado, son gratos recuerdos de un lugar lleno de vida, colores y aromas, que aún permanece, como anciano inmovil, postergado por la modernidad.
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